miércoles, 3 de septiembre de 2008

Nací para morir y muero para vivir


Testimonio de Jorge, hijo.

Este ha sido el lema que mi padre ha defendido en su enfermedad. Provengo de una familia en la cual ir a misa era poco común. Vivíamos un neo-paganismo europeo en el cual Dios parecía estar lejos de nuestras vidas. Un día, gracias a un sufrimiento familiar, mis padres se aproximaron a la Iglesia por medio del Camino Neocatecumenal. Digo “gracias a un sufrimiento” porque fue ese justamente el motivo que Dios colocó en la vida de mi padre para encontrarse con él. Fue así que mis padres comenzaron un camino de conversión hace catorce años atrás.

Hace aproximadamente un año, mi padre comenzó a sentir cierto cansancio físico. Después de un largo período de pruebas y evaluaciones médicas, se constató, en enero de 2008, que mi padre tenía cáncer de próstata con metástasis ósea. Enfermedad que él aceptó como voluntad de Dios en su vida para santificarse. Desde que supo que tenía la enfermedad, nunca se desesperó: pidió a Dios no renegarlo y poder vivir la enfermedad como un regalo. Y así fue: solicitó que el médico no ocultase la verdad sobre su situación, por tanto, en todo momento fue consciente del desenvolvimiento de la enfermedad. Tenía la certeza de que “nació para morir y que moriría para vivir”. Esto le consolaba: estar aproximándose a la casa del Padre.

A mediados de mayo, el médico le dijo que el tratamiento no había dado el efecto esperado y que debían cambiar de medicación porque la enfermedad iba avanzando a pasos acelerados. Él notaba que perdía la movilidad del cuerpo, que quedaría postrado en una cama y que no se podría mover.

Llamó a mi madre y a mi hermana a la habitación y les dijo: “siento que estoy muriendo. Si el Señor me regala la muerte, ¡Bendito sea!”. Pidió al párroco que fuese y le diese la unción de los enfermos. A finales de mayo, en una consulta de rutina, el médico decidió internarlo para hacerle unas pruebas, en las cuales se constató que su situación era grave y que el cuadro clínico era totalmente irreversible. Su vida era cuestión de días o semanas. Llegado ese momento, los formadores pensaron que sería bueno que yo fuese a España para acompañar a mi padre en estos últimos momentos.
Un día después de mi llegada, pedimos al médico el alta hospitalar, ya que clínicamente no se podía hacer nada. Queríamos que él estuviese con nosotros, en casa, hasta el fin. Durante ese mes que mi padre estuvo en casa, las visitas de familiares, amigos y hermanos de las comunidades no pararon.

Las Eucaristías, Laudes y varias oraciones celebradas con él nos ayudaron, tanto a mi padre como a nosotros, a vivir estos momentos difíciles con paz y agradecimiento.
Una de las cosas que más me han marcado es que él, en vez de murmurar y maldecir, daba testimonio de su fe y ofrecía su sufrimiento por la conversión de personas concretas. Recuerdo con gratitud las palabras que, ya en la última semana, dirigió a mi hermano: “Hijo, si esta enfermedad ha venido para que tú creas que Jesucristo vino para salvarnos, ¡bendito sea Dios! Ofrezco mi enfermedad y mi muerte por tu conversión”.

El Señor le regaló una preparación para la muerte digna de santos. Le concedió la confesión y la bendición apostólica. El viernes, 11 de julio, día de San Benedicto, despertó con ganas de bendecir y agradecer a Dios. Después de haber rezado e invocado a María Santísima para que intercediese por él, comenzamos a cantar el salmo “Llévame al Cielo”. Fue así que entró en coma. A las 21:05 horas del mismo día, mi padre hizo la Pascua definitiva. El velorio y el funeral fueron momentos vividos como acontecimientos celestes. Fue una fiesta de vida, ¡de Vida Eterna!

Hoy, mi familia y yo estamos agradecidos al Señor por el don de la vida de mi padre. En estos momentos de dolor por la nostalgia y la separación, lo que nos conforta es tener la certeza de la Vida Eterna, la seguridad de que mi padre entró en la Morada Santa y que desde allí intercede por nosotros al Padre. Pido a Dios para que este memorial de su acción en mi familia quede grabado como un sello en nuestros corazones, que estar con Él es con mucho lo mejor.

Acabo mi experiencia con una frase dicha por el presbítero en la misa de cuerpo presente: “¡Este tuvo una muerte santa. Podemos decir que tenemos un amigo en el Cielo!”

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